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1 de agosto de 2017

EL JARDÍN DEL TIEMPO JAMES Graham Ballard



Al atardecer, cuando la gran sombra de la villa alcanzaba la terraza, el conde Axel abandonó su biblioteca y bajó los anchos escalones de estilo rococó que conducían hacia las flores del tiempo. Una figura alta e imperiosa con una chaqueta de terciopelo negro; un alfiler de corbata de oro brillaba bajo su barba a lo Jorge V. En una de sus enguantadas manos mecía ligeramente un bastón. Comenzó a inspeccionar las exquisitas flores de cristal, sin emoción, mientras escuchaba los sonidos del clavicordio de su esposa, que estaba tocando un rondó de Mozart en la sala de música. Los ecos de la melodía vibraban a través de los translúcidos pétalos.
El jardín de la villa se extendía unos doscientos metros bajo la terraza, llegando hasta un lago en miniatura cruzado por un puente blanco que conducía a un menudo pabellón en la orilla opuesta. Axel nunca se aventuraba más allá del lago. La mayor parte de las flores del tiempo crecían en un pequeño arriate justamente bajo la terraza, amparadas por el alto muro que circundaba la finca. Desde la terraza, el conde podía ver por encima del muro la llanura que había más allá; una gran extensión de terreno abierto que avanzaba en ondulaciones hasta el horizonte, donde ascendía suavemente antes de perderse de vista. La llanura rodeaba la casa por todas partes, y su monótono vacío acentuaba la soledad y la suave magnificencia de la villa. Aquí, en el jardín, el aire parecía más brillante y el sol más cálido, mientras que en la llanura estaba siempre pálido y remoto.
Como de costumbre, antes de comenzar su usual paseo vespertino, el conde Axel miró a lo largo de la llanura hasta la última elevación, donde el horizonte estaba iluminado como un escenario por los rayos del sol vespertino.
Cuando las delicadas y armoniosas notas de Mozart llegaban a él procedentes de las graciosas manos de su esposa, vio que las primeras filas de un enorme ejército se movían lentamente en el horizonte. A primera vista le pareció que avanzaban ordenadamente, pero en una inspección más detallada pudo comprobar que el ejército estaba formado por un vasto y confuso tropel de gente, hombres y mujeres entremezclados con unos cuantos soldados de raídos uniformes, y todos ellos avanzando como una marea humana. Algunos lo hacían dificultosamente, bajo pesadas cargas suspendidas de toscos yugos que rodeaban sus cuellos; otros luchaban con toscas carretas de madera, ayudando con sus manos el girar de las ruedas. Sólo unos cuantos caminaban libres, pero todos avanzaban al mismo paso, recortándose sus figuras a la luz del huidizo sol.
La multitud estaba casi demasiado lejos para ser visible; sin embargo, Axel siguió observando, con expresión fría y vigilante, hasta que se hizo claramente perceptible la vanguardia de un inmenso populacho. Por último, cuando la luz del día comenzó a desvanecerse, la multitud alcanzó la cresta de la primera ondulación bajo el horizonte; entonces, Axel abandonó la terraza y descendió a pasear entre las flores del tiempo.
Las flores crecían a una altura de dos metros; sus delgados tallos, como varillas de cristal, sostenían una docena de hojas. Al extremo de cada tallo estaba la flor del tiempo, del tamaño de una copa. Los opacos pétalos exteriores guardaban su corazón de cristal. Su brillantez diamantina presentaba mil facetas. Al ser movidas ligeramente por la brisa vespertina, refulgían como lanzas de fuego.
Muchos de los tallos habían perdido su flor, y Axel los examinaba cuidadosamente, con un destello de esperanza en los ojos en la búsqueda de algún nuevo brote.
Por último, seleccionó una gran flor de un tallo cercano al muro, se quitó los guantes y la arrancó con sus fuertes dedos.
Cuando llevaba la flor hacia la terraza ésta comenzó a centellear y a deshacerse, y la luz procedente del corazón fue desvaneciéndose. Lentamente, el cristal también comenzó a disolverse, y sólo los pétalos de alrededor permanecían intactos. El aire que rodeaba a Axel se tornó brillante y vívido. En un instante, la tarde pareció transformarse, alternando sutilmente sus dimensiones de tiempo y espacio. El oscurecido pórtico de la casa quedó despojado de su pátina, y relumbraba con una espectral blancura, como surgido repentinamente de un sueño.
Alzando la cabeza, Axel miró fijamente otra vez por encima del muro. Sólo el lejano borde del horizonte estaba iluminado por el sol, y la gran multitud que antes había avanzado casi una cuarta parte del camino de la llanura, había retrocedido ahora hasta el horizonte. Todos habían vuelto atrás abruptamente, en una reversión del tiempo, y ahora parecían inmóviles.
La flor, en la mano de Axel, se había contraído hasta adquirir el tamaño de un dedal de cristal. Los pétalos estaban crispados alrededor del desvanecido corazón. Un desmayado centelleo tembló por un instante desde el centro y se extinguió rápidamente; entonces, Axel sintió derretirse la flor como una gota de rocío en su mano.
El crepúsculo se cerraba alrededor de la casa, extendiendo sus grandes sombras sobre la llanura, fusionando el horizonte con el cielo. El clavicordio estaba silencioso y las flores del tiempo no reflejaban su música, ahora inmóviles, formando parte del bosque embalsamado.
Durante unos minutos Axel las miró, contando las flores que aún quedaban; después saludó a su esposa, que cruzaba la terraza arrastrando el borde de su vestido de noche, de brocado, por las baldosas.
Qué hermoso atardecer, Axel habló la mujer, conmovida como si fuesen obra de su marido las ornamentales sombras y el nítido aire.
Su rostro era sereno e inteligente; llevaba el pelo recogido por detrás con un broche de piedras montadas en plata. El vestido, escotado, revelaba un largo y delgado cuello y una barbilla altanera. Axel la examinaba con profundo orgullo. Le ofreció su brazo y juntos bajaron las escaleras hasta el jardín.
Uno de los más largos atardeceres de este verano confirmó Axel, añadiendo: He arrancado una flor perfecta, querida. Una joya. Con suerte nos servirá para varios días frunció el entrecejo y miró involuntariamente al muro. Cada vez parecen estar más cerca.
Su mujer le sonrió alentadoramente y apretó su brazo con efusión. Ambos sabían que el jardín del tiempo estaba muriendo.

Tres tardes después, como había previsto (aunque más pronto de lo que esperaba), el conde Axel arrancó otra flor del jardín del tiempo.
Cuando aquel día miró por encima del muro, la chusma había alcanzado la mitad de la llanura, extendiéndose como una masa ininterrumpida. Creyó oír murmullos de voces traídos por el aire, un hosco ronroneo pleno de lamentos y gritos. Afortunadamente, su mujer estaba ante el clavicordio y los maravillosos contrapuntos de una Fuga de Bach se esparcían a través de la terraza, ocultando otros ruidos.
Entre la casa y el horizonte la llanura estaba dividida en cuatro grandes declives, y la cresta de cada uno de ellos era visible en la declinante luz. Axel se había prometido a sí mismo que nunca los contaría, pero el número era demasiado pequeño para pasar inadvertido, particularmente porque servían de referencia en el avance del ejército.
Ahora la avanzadilla había traspasado la primera cresta e iba camino de la segunda, y el grueso de la multitud presionaba detrás de los primeros. Mirando a izquierda y derecha de aquel compacto grupo, Axel pudo apreciar la ilimitada extensión del mismo. Lo que al principio pudo creer que formaba el cuerpo total de la masa no eran sino las avanzadillas. El verdadero centro no era visible todavía y Axel estimaba que cuando éste, por fin, alcanzara la llanura no quedaría un palmo de terreno sin hollar.
Intentaba ver algunos vehículos o máquinas pero todo aquello era una maraña amorfa y sin coordinación. No había estandartes, banderas, mascotas ni cortapicas; con la cabeza inclinada, la multitud avanzaba sin tregua.
Repentinamente, las avanzadillas de la chusma aparecieron en lo alto de la segunda cresta y avanzaron hormigueando por la llanura. Lo que más asombró a Axel fue la increíble distancia que habían cubierto en tan poco tiempo. Las figuras se veían mucho más grandes que la vez anterior.
Rápidamente, Axel salió de la terraza, seleccionó una flor del jardín del tiempo y la arrancó del tallo. Esta despidió su compacta luz y Axel volvió a la terraza. Cuando la flor se redujo a una perla helada en su mano miró hacia la llanura y vio con alivio que el ejército había retrocedido hasta el horizonte. Entonces advirtió que el horizonte estaba mucho más cerca que cuando arrancó la flor; lo había confundido con la primera cresta.

Cuando se unió a la condesa en el paseo vespertino no le dijo nada de lo sucedido, pero ella se dio cuenta de su desconcierto e hizo todo lo posible para disipar su preocupación.
Mientras bajaban los escalones, la condesa señaló al jardín del tiempo.
¡Qué maravilloso panorama, Axel! ¡Hay tantas flores todavía!
Axel asintió, sonriendo interiormente ante la tentativa de su mujer para tranquilizarle. La entonación con que ella había pronunciado la palabra «todavía» revelaba su propio conocimiento del próximo fin. De hecho, restaba una escasa docena de flores de los cientos que habían crecido en el jardín, y en su mayor parte eran tan sólo capullos. Solamente tres o cuatro habían alcanzado la plenitud. Cuando caminaban hacia el lago, Axel trataba de decidir si debía arrancar primero las flores desarrolladas o dejarlas para el final. Estrictamente, sería mejor dar tiempo suficiente para que los capullos creciesen y madurasen, y este beneficio se perdería si retenía las flores formadas hasta el final, como deseaba hacer para la última acción defensiva. Se dio cuenta, empero, que en cualquier caso era lo mismo; el jardín moriría pronto y las pequeñas flores requerían más tiempo para crecer que el disponible.
Cruzando el lago, él y su esposa miraron sus cuerpos reflejados en las oscuras aguas. Amparado por el pabellón por un lado y el muro por el otro, Axel se sentía tranquilo y seguro, y la llanura, con su alborotada multitud, parecía una pesadilla de la cual había despertado felizmente. Puso un brazo alrededor del suave talle de su esposa y la atrajo hacia sí cariñosamente, dándose cuenta que no la había abrazado desde hacía años, aunque sus vidas habían sido eternas, y podía recordar, como si fuera ayer, cuando la trajo a vivir en la villa.
Axel le preguntó su mujer, con repentina seriedad. Antes que el jardín muera..., ¿puedo arrancar yo la última flor?
Entendiendo su petición, él asintió lentamente con la cabeza.

Una por una, durante los dos atardeceres siguientes, Axel arrancó las flores que quedaban, dejando tan sólo un pequeño capullo que crecía justamente bajo la terraza, destinado a su esposa.
Había tomado las flores al azar, rehusando contarlas o racionarlas y arrancando dos o tres capullos a la vez cuando era necesario. La horda había alcanzado la segunda y tercera cresta; nublando el horizonte. Desde la terraza, Axel podía ver con claridad la revuelta turba bajando por la depresión hacia la cresta final, y de cuando en cuando los sonidos de sus voces llegaban hasta él mezclados con gritos de cólera y chasquidos de látigos. Las carretas de madera daban tumbos por todos los lados sobre sus ruedas y los conductores luchaban por controlarlas. Por lo que podía distinguir Axel, ni un solo miembro de la multitud estaba enterado de la dirección que llevaban. Más bien cada uno avanzaba ciegamente sobre el terreno, pisando los talones a la persona que iba delante. Sin motivo que aducir, Axel tenía la vaga esperanza que el verdadero núcleo, bajo el lejano horizonte, pudiera cambiar de dirección y la multitud alterase su curso gradualmente, desviándose de la villa, y retrocediera en la llanura como una resaca en el mar.
En el penúltimo atardecer, cuando arrancó la flor del tiempo, la avanzadilla de la chusma había alcanzado la tercera cresta y pasaba hormigueante ante ella. Mientras esperaba a la condesa, Axel miró las dos florecitas que quedaban; sólo conseguirían hacerles retroceder un corto trecho en el próximo atardecer. Los tallos de cristal a los que arrancó las flores se alzaban en el aire, pero todo el jardín había perdido su lozanía.

Axel pasó la mañana siguiente tranquilamente en su biblioteca, encerrando sus manuscritos más raros en las cámaras de cristal situadas en las galerías. Caminó lentamente ante los retratos, puliendo cada uno de los cuadros cuidadosamente; después, puso las cosas en orden en su escritorio y cerró la puerta tras él. Durante la tarde halló trabajo en la sala, ayudando a su esposa que limpiaba sus ornamentos y ponía en orden los jarrones y bustos.
Al atardecer, cuando el sol declinaba por detrás de la casa, ambos estaban cansados y polvorientos y no habían cruzado la palabra en todo el día. Cuando su mujer se dirigía a la sala de música, la llamó.
Esta noche cogeremos las flores juntos, querida anunció lentamente. Una para cada uno.
Lanzó una ojeada por encima del muro. Pudo oír a unos seiscientos metros el rugir de la chusma avanzando hacia la casa.
Rápidamente, Axel arrancó su flor, un capullo no mayor que un zafiro. A medida que este iba perdiendo su luz, el tumulto de afuera pareció ceder momentáneamente; después, comenzó de nuevo.
Cerrando sus oídos al clamor, Axel dirigió la vista hacia la villa, contando las seis columnas del pórtico; después, se fijó en la plateada superficie del lago que reflejaba la última luz del atardecer, y en las sombras que se cruzaban entre los árboles y se extendían por el crespo césped. Axel se detuvo sobre el puente donde él y su mujer habían visto sucederse, tomados del brazo, tantos y tantos veranos.
¡Axel!
Afuera, el tumulto se hacía ensordecedor; mil voces bramaban a veinte metros escasos de allí. Una piedra cruzó por encima de la valla y cayó en el jardín del tiempo, rompiendo algunos de los vítreos tallos. La condesa corrió hacia él cuando una nueva oleada retumbó a lo largo del muro. Después, una pesada baldosa cruzó por encima de sus cabezas y se estrelló en una de las ventanas del invernadero.
¡Axel!
La rodeó con sus brazos, ajustándose la corbata que ella había ladeado con su hombro.
¡Rápido, querida, la última flor!
La condujo al jardín. La condesa tomó el tallo, arrancó la flor limpiamente y la protegió entre las palmas de sus manos.
Por un momento el tumulto desmayó y Axel recobró su sangre fría. Al vívido centelleo de la flor vio el blanquecino rostro y los asustados ojos de su mujer.
Retenla todo lo que puedas, querida, hasta que muera la última de sus fibras.
Permanecieron juntos en la terraza. De pronto, el griterío de afuera aumentó. La multitud estaba golpeando la verja de hierro y toda la villa temblaba ante este impacto.
Cuando el último rayo de luz desapareció, la condesa elevó sus manos como si liberase un invisible pájaro; después, en un acceso final de valor, tomó las manos de su esposo con una sonrisa radiante que se desvaneció rápidamente.
¡Oh Axel! lloró.
Como una espada, la oscuridad descendió súbitamente sobre ellos.

Pesadamente, la multitud que había afuera pasó por encima de los residuos del muro que cercaba la finca; acarreaban sus carretas por encima de él y a lo largo de los baches que una vez habían sido primoroso camino. Las ruinas de lo que antes fuera una espaciosa villa eran holladas por una incesante marea humana. El lago estaba seco. En su fondo quedaban troncos de árboles quebrados y el viejo puente deshecho. Brotaban las malas hierbas entre el largo césped de la pradera, cubriendo los senderos.
La mayor parte de la terraza se había derrumbado y casi toda la multitud cruzaba rectamente por el césped, desviándose de la destruida villa; pero uno o dos de los más curiosos treparon y buscaron entre su armazón. Las puertas habían sido sacadas de sus goznes y los suelos estaban agrietados. En la sala de música se veía un viejo clavicordio hecho astillas y algunas de sus teclas aún reposaban entre el polvo. Todos los libros estaban esparcidos por el suelo, fuera de sus estantes, y los lienzos habían sido acuchillados, cubriendo con sus tiras el suelo.
Cuando el cuerpo mayor de la multitud alcanzó la casa cubrió el muro en toda su extensión. Toda la gente junta caminaba a tropezones por el seco lago, por la terraza, y atravesando la casa cruzaban hacia la parte norte. Sólo una zona soportaba esta ola sin fin. Justamente bajo la terraza, entre el derruido balcón y el muro, había unos matorrales espinosos de unos dos metros de altura. El punzante follaje formaba una masa impenetrable y la gente pasaba a su alrededor cuidadosamente. Muchos de ellos estaban demasiado ocupados buscando su camino entre las destrozadas losas para mirar el centro de los matorrales espinosos, donde dos estatuas de piedra, una junto a la otra, miraban alrededor desde su zona protegida. La mayor de las dos figuras representaba a un hombre con barba que llevaba una chaqueta de cuello alto y un bastón en una mano. Junto a él había una mujer con un traje de seda. Su rostro era suave y sereno. En su mano derecha sostenía ligeramente una rosa de pétalos tan suaves que casi eran transparentes.
Cuando el sol se puso tras la casa, un rayo de luz pasó a través de una cornisa rota e hirió la rosa y, reflejándose sobre las estatuas, iluminó la piedra gris de tal manera que, por un fugaz momento, ésta fue indistinguible de la ya hacía tiempo desvanecida carne de los originales de las estatuas.

FIN

Título Original: The Garden of Time © 1961



EL HABITANTE DE LAS PROFUNDIDADES DE MARTE Clark Ashton Smith



Abatiéndose y alzándose rápidamente como un genio surgido de la lámpara de Aladino, la nube se erguía sobre la superficie del planeta. Era una columna deforme y colosal que dominaba la llanura solitaria, atravesando un cielo obscuro como las salinas de los mares muertos.
-Parece una tormenta de arena -comentó Maspic.
-No puede ser otra cosa -asintió Bellman con rapidez-. En estas regiones no existe otra clase de tormentas. Es el tipo de torbellino que los aihais llaman "zoorth", y se dirige hacia nosotros. Creo que debemos empezar a buscar refugio. Una vez me encontré atrapado por el "zoorth", y desde entonces no recomiendo a nadie respirar una bocanada de este polvo ferruginoso.
-Hay una cueva en el lecho seco del río, a la derecha -explicó Chivers, el tercer miembro del grupo, que había estado escrutando el desierto con infatigables ojos de halcón.
El trío de terrícolas, aventureros curtidos que desdeñaban los servicios de los guías marcianos, había salido cinco días antes de la base de Ahoom, en la región deshabitada llamada Chaur.
Aquí, en los lechos de los grandes ríos que no fluían desde muchos siglos antes, era donde, según se decía, existían los sedimentos del platino pálido de Marte, dormitando en gruesas capas. Si la suerte les era propicia, sus años de exilio casi forzado en el planeta rojo tocarían a su fin.
Habían sido prevenidos contra el Chaur, y escuchado algunas extrañas leyendas referentes a las razones por las que los anteriores exploradores no regresaron jamás. Pero el peligro, o cualquier empresa que pudiera llevar a situaciones desconocidas, era simplemente una parte de su rutina cotidiana. Hubieran sido capaces de atravesar el Infierno, de existir la posibilidad de encontrar platino en cantidades ilimitadas al final de la expedición.
Sus provisiones y los barriletes de agua eran transportados a lomos de tres curiosos mamíferos llamados vortlups. con sus piernas y cuellos desmesuradamente largos y cuerpos recubiertos de escamas, parecían una combinación fabulosa de llama y saurio. Aquellos animales, aunque extravagantemente feos, eran mansos y obedientes, y estaban muy bien adaptados para viajar por el desierto, siendo capaces de resistir durante meses sin agua.
Durante los últimos dos días habían seguido el centro del lecho de un antiguo río sin nombre, viajando entre colinas convertidas en simples montículos. No habían encontrado otra cosa que guijarros y arena muy fina. El cielo se había mantenido silencioso y despejado, y en el cauce del río no observaron señal alguna de movimiento, apareciendo las piedras a veces recubiertas de líquenes muertos.
La columna maligna del "zoorth", engrosando y retorciéndose mientras avanzaba hacia ellos, era la primera cosa dotada de movimiento que veían en aquellas regiones sin vida.
Los tres hombres azuzaron a sus vortlups con aguijones de punta de acero, consiguiendo aumentar un poco la velocidad de aquellos monstruos calmosos, para dirigirse a la entrada de la caverna indicada por Chivers. Debía de hallarse a quinientos metros de distancia y se internaba en la pared inclinada del cauce del río.
El "zoorth" había tapado el Sol que surgía detrás de la cima del antiguo despeñadero, por lo que la expedición se desplazaba entre una luz siniestra de un color de sangre. Los vortlups, protestando con mugidos sobrenaturales, empezaron a trepar por la orilla, escalonada por una serie de peldaños irregulares, tallados por las sucesivas y lentas recesiones de las aguas ya desaparecidas. La columna de arena, formidable en su altura, había llegado al borde opuesto cuando alcanzaron la entrada del refugio.
La caverna se abría en la pared de un precipicio de roca veteada de hierro. La entrada se había desmoronado parcialmente en montones de óxido férrico y obscuro polvo de basalto, pero era lo bastante amplia para permitir fácilmente el paso de los tres hombres y sus bestias de carga. En el interior, la obscuridad era densa, como si estuviera formada por cortinas de telarañas. No les fue posible formarse una idea de las dimensiones de la caverna hasta que Bellman sacó de su equipaje una linterna de pilas y rasgó las sombras con su haz luminoso.
La linterna sólo sirvió para revelar la iniciación de un recinto de tamaño indeterminado que se sumergía en tinieblas. Se ensanchaba gradualmente y su suelo parecía bruñido por la acción de antiguas aguas.
El acceso a la cueva se obscureció con la proximidad del "zoorth". Un estruendo que parecía proferido por millones de demonios ensordeció los oídos de los exploradores y llegaron hasta ellos nubes de arena casi atomizada que recubrieron de polvo brillante y duro sus caras y manos.
-La tormenta durará por lo menos media hora -dijo Bellman-. Será mejor que profundicemos más, aunque no es probable que encontremos algo que tenga valor o interés, pero ello nos servirá para matar el tiempo. Tal vez demos con unos cuantos rubíes violetas o algunos zafiros ámbar de los que a veces se descubren en estas cavernas desiertas. Será mejor que vosotros uséis también vuestras linternas para que podamos iluminar las paredes y el suelo mientras avanzamos.
Sus compañeros encontraron muy sugestiva la proposición. Los vortlups, absolutamente insensibles a la lluvia de arena, gracias a su piel recubierta de escamas, fueron dejados junto a la entrada. Chivers, Bellman y Maspic, con sus linternas empezaron a lanzar haces de pálida luz entre las sombras que tal vez nunca habían sido violadas, e iniciaron su marcha por el interior de la caverna.
El lugar estaba vacío, con la desnudez de una catacumba abandonada desde siglos. El suelo y las paredes oxidadas no reflejaban ni un destello de las luces movedizas de las linternas. El camino se empinaba suavemente y los muros mostraban la marca de las aguas a unos dos metros de altura. No cabía duda de que la caverna había sido en eras anteriores un canal subterráneo del río. Había quedado limpia de residuos y parecía el interior de alguna conducción ciclópea.
Ninguno de los tres aventureros era excesivamente imaginativo ni propenso a perder los nervios. Sin embargo, todos se sentían extrañamente impresionados. Detrás del silencio sepulcral, de cuando en cuando parecía oírse un debilísimo rumor, como un susurro de mares perdidos en las profundidades. El aire estaba ligeramente cargado de inexplicable humedad, y sentían el roce de un soplo de aire casi imperceptible en sus caras. Lo más extraño de todo era un efluvio indefinible que recordaba a la vez el hedor de excrementos de animales y el olor peculiar de los habitantes de Marte.
-¿Crees que encontraremos algún tipo de vida? -inquirió Maspic olfateando el aire dubitativamente.
-No es probable -Bellman rechazó la suposición con su contundencia habitual-. Los vortlups salvajes evitan el Chaur.
-Pero es cierto que se nota algo de humedad en el ambiente -persistió Maspic-. Esto significa agua, debe de haberla en alguna parte, y si hay agua también debe de existir vida..., tal vez de algún tipo peligroso.
-Tenemos nuestros revólveres -dijo Bellman-, pero dudo que los necesitemos, a no ser que encontremos buscadores de platino rivales - añadió cínicamente.
-Escuchad -Chivers habló en un susurro-. ¿No oís?
Los tres se habían detenido. En algún lugar de las tinieblas que se extendían ante ellos oyeron un sonido prolongado e inexplicable que llegó a sus oídos lleno de modulaciones incongruentes. Parecía producido por el roce de algún metal contra las rocas, y también tenía algo del crujido de mil mandíbulas devoradoras. El sonido disminuyó al cabo de unos momentos hasta parecer perderse en la lejanía.
Es muy raro -Bellman admitió la evidencia a regañadientes.
-¿Qué puede ser? -preguntó Chivers-. ¿Uno de los monstruos subterráneos de que hablan los marcianos?
-Has escuchado demasiados cuentos nativos -le reprobó Bellman-. Ningún terrestre ha visto jamás ninguno de estos monstruos. Se han explorado muchísimas cavernas profundas de Marte, y se sabe que las del Chaur, como ésta, están desprovistas de vida. No puedo imaginarme qué es lo que ha producido este sonido, pero en interés de la Ciencia me gustaría averiguarlo.
-Empiezo a sentir escalofríos -dijo Maspic-, pero si vais vosotros, yo también.
Sin argumentarlo más, los tres exploradores continuaron su avance por la caverna.
Anduvieron a buen paso unos quince minutos, al cabo de los cuales distaban ya casi un kilómetro de la entrada. El suelo seguía en pendiente como si hubiese sido el cauce de un torrente. También la conformación de las paredes había cambiado: se veían estratos inclinados de roca metálica, y huecos profundos en los cuales no penetraban los haces de luz de las linternas.
El aire se había hecho más pesado, y la humedad era ya evidente. Se respiraban efluvios de agua estancada y aquel otro olor de bestias y habitantes de Marte se había hecho más intenso hasta el punto de convertir en fétida la atmósfera.
Bellman conducía el grupo. De pronto, su linterna le reveló el borde de un precipicio donde el antiguo canal terminaba abruptamente su curso en una sima cuyas paredes caían a plomo hacia incalculables profundidades. Llegando hasta el mismo borde exploró con la luz de su linterna el abismo, descubriendo únicamente la pared escarpada que se hundía en la obscuridad sin fin.
Tampoco pudo iluminar la pared opuesta de la sima, que tal vez se encontraba a muchos kilómetros de distancia.
-Parece que hemos llegado al final del recorrido -observó Chivers.
Mirando a su alrededor, cogió un pedazo de roca del tamaño de un puño y lo lanzó tan lejos como pudo sobre el abismo. Los tres terrestres quedaron a la espera del sonido que debía producir al chocar con el fondo; pero transcurrieron largos segundos sin que llegara a ellos sonido alguno desde las tenebrosas profundidades.
Bellman procedió a examinar los bordes gastados de los márgenes finales del canal. A la derecha descubrió una pendiente que orillaba el abismo y se prolongaba hacia una distancia indefinida. Su iniciación era un poco más alta que el del cauce del canal, y era accesible mediante unos peldaños naturales formados en la roca. El borde tenía una anchura de unos dos pasos, y su suave inclinación, evidente comodidad y regularidad sugerían la idea de que era una antigua senda trazada frente al precipicio. Sobre ella la pared se curvaba bruscamente formando un rústico medio arco.
-Aquí está nuestra ruta hacia el destino -sentenció Bellman-, y el camino no parece difícil.
-¿Qué ganaremos siguiendo adelante? -dijo Maspic-. Por mi parte estoy harto de obscuridad. Y si encontramos algo de seguir adelante, será una cosa sin valor... o desagradable.
Bellman dudó.
-Tal vez tengas razón. Pero me gustaría seguir esta senda lo suficiente para formarme una idea de las dimensiones del precipicio. Tú y Chivers podéis esperarme aquí si es que tenéis miedo.
Chivers y Maspic, aparentemente, eran incapaces de admitir cualquier temor que pudieran sentir. Siguieron a Bellman por la senda que bordeaba el precipicio, y arrimados al muro de roca. Sin embargo, Bellman caminaba despreocupadamente paseando la luz de su linterna por las sombras que llenaban el abismo.
A medida que los tres hombres proseguían su camino, crecía en ellos la impresión de que caminaban por un sendero construido artificialmente. Pero, ¿quién podía haberlo hecho y utilizado? ¿En qué épocas olvidadas y para qué propósitos enigmáticos fue concebido? La imaginación de los tres hombres se hundía en las profundidades del inmenso precipicio de las interioridades de Marte, llenas de tenebrosas amenazas.
Bellman notó que la pared se iba curvando suavemente. Sin duda la senda bordeaba circularmente la sima. Tal vez se trataba de una espiral lenta e inmensa que descendía más y más hacia el corazón de Marte.
Caminaban guardando silencio. Quedaron horriblemente sobrecogidos cuando volvió a llegarles desde las tinieblas el mismo extraño sonido que habían escuchado anteriormente. Ahora sugería otras cosas: el roce era más áspero y el ruido suave de mandíbulas activas se parecía vagamente al de patas de animales que chapoteasen en un líquido.
El sonido era inexplicable, terrorífico. Parte de su poder sobrecogedor consistía en una sugestión de cosa remota, que parecía confirmar la enormidad de lo que lo causaba y resaltaba aún más la profundidad del abismo. Escuchado en aquel rincón de un desierto sin vida, sobrecogía y trastornaba.
Incluso Bellman, siempre intrépido, empezó a sucumbir ante el horror informe que surgía como emanación de las noches eternas.
El sonido fue aumentando para luego cesar completamente, dando la impresión de que se producía directamente debajo de la pared perpendicular del abismo.
-¿Retrocedemos? -preguntó Chivers.
-Es lo mejor que podríamos hacer -asintió Bellman inmediatamente-. Requeriría una eternidad explorar este lugar.
Empezaron a desandar el camino recorrido a lo largo del borde del precipicio. Los tres, con aquel sentido extra aguzado que avisa la proximidad de un peligro oculto, se encontraban ahora turbados y alertados. Aunque del golfo subterráneo no surgía ahora sonido alguno, los expedicionarios notaban que no estaban solos. De qué modo sobrevendría el peligro o en qué forma, no podían saberlo, pero sentían una alarma, que era casi pánico. Tácitamente, ninguno de ellos lo mencionaba, ni se comentaba el terrorífico misterio con el que se habían encontrado de un modo tan fortuito.
Maspic iba ahora un poco más adelantado que los demás. Habían ya recorrido por lo menos la mitad de la distancia del viejo canal de la caverna, cuando su linterna, iluminando unos veinte pasos adelante del sendero, descubrió un grupo de figuras blancuzcas situadas en fila, de tres en fondo, que bloqueaban el camino. Las linternas de Bellman y Chivers, al acercarse éstos, alumbraron con espantosa claridad las caras y los miembros de la vanguardia del grupo, cuyo número era imposible determinar.
Las criaturas permanecían absolutamente inmóviles y silenciosas, como si estuviesen aguardando a los exploradores.
Eran en general similares a los aihais o naturales de Marte. De cualquier modo, parecían representar un tipo extremadamente degenerado y aberrante; y la vellosidad musgosa de sus cuerpos denotaba largos años de vida subterránea. También eran de talla más pequeña que la de los aihais adultos, de aproximadamente un metro y medio de altura. Poseían los enormes orificios nasales, las grandes orejas, los torsos abombados y las extremidades delgadas de los marcianos..., pero ninguno de ellos tenía ojos.
En las caras de algunos se percibían vagas, rudimentarias hendiduras donde debían de haber estado los ojos. En los rostros de otros había cuencas profundas y vacías que daban la impresión de haberles sido extirpados sus globos.
-¡Dios mío, parecen fantasmas! -gritó Maspic-. ¿De dónde habrán salido? ¿Qué querrán?
-No puedo imaginarlo -se estremeció Bellman-, pero nuestra situación es bastante crítica... a no ser que vengan en son de paz. Deben de haber estado escondidos en los recovecos de la caverna superior.
Marchando en dirección al terrorífico grupo, y con Maspic encabezando la fila de exploradores, interpeló a aquellas criaturas en la gutural lengua aihai, muchos de cuyos vocablos apenas podían articular los terrestres. Algunos de los seres monstruosos se movieron con desasosiego, emitiendo unos sonidos ásperos y chirriantes que guardaban muy poca semejanza con la lengua marciana. Era evidente que no podían entender a los terrícolas. Por otra parte, el lenguaje de los signos era igualmente ineficaz, debido a su ceguera.
Bellman alzo su revolver indicando a sus compañeros que hiciesen lo mismo.
-Tenemos que pasar -dijo Bellman-, y si nos lo impiden...
El chasquido del seguro fue más concluyente que la terminación de la frase.
Como si aquel sonido metálico hubiese sido una señal esperada, el grupo de seres ciegos se puso de súbito en movimiento hacia los terrestres. Era como una masa de autómatas... un irresistible avance de máquinas sincronizadas y metódicas, obedeciendo las órdenes de algún poder oculto...
Bellman apretó el gatillo una, dos, tres veces contra la primera densa fila de monstruos. Era imposible fallar. Pero las balas fueron tan ineficaces como guijarros arrojados contra la corriente de un torrente. Los seres sin ojos no se tambalearon, aunque de dos de ellos empezó a escaparse el fluido amarillo-rojizo que los marcianos tenían por sangre. Uno de los monstruos, indemne, y moviéndose con una seguridad diabólica atrapó el brazo de Bellman con unos dedos largos y membranosos haciéndole soltar el revólver antes de que pudiese apretar de nuevo el gatillo.
Sin embargo, extrañamente, la criatura no intentó despojarle de la linterna que Bellman sostenía con su mano izquierda. Este vio el destello metálico de su "Colt" al hundirse en las profundidades del abismo, lanzado por la mano del marciano. Después los cuerpos blancos y musgosos avanzaron horriblemente por el estrecho camino y se lanzaron sobre él de tal modo que con su proximidad le impidieron cualquier resistencia. Chivers y Maspic, después de disparar unas pocas balas, se vieron también despojados de sus armas, pero asimismo, por alguna razón desconocida, siguieron en posesión de sus linternas.
El episodio había durado tan sólo unos instantes. Las filas de los monstruos, alguno de los cuales había sido abatido por las balas de los terrestres, volvieron a cerrarse apretadamente, rodeándolos y empujándolos otra vez por el sendero que conducía a las profundidades. Las filas delanteras, incluidos los tres exploradores caminaban hacia delante, y era imposible para los expedicionarios intentar la retirada.
Fuertemente apresados por los brazos, impulsados por la masa de seres invidentes, cesaron lentamente en su resistencia. Mermados en sus facultades por el horror de la situación y el miedo a perder sus linternas, no pudieron hacer nada contra aquel torrente arrollador y fantasmal que los avasallaba. Vacilando sobre el sendero que cada vez se estrechaba más sobre el abismo y pudiendo únicamente ver las espaldas de los seres que les precedían, se convirtieron en tres miembros más de aquella formación de seres subterráneos.
Tras ellos parecían haber dejado señalizaciones desconocidas que indicaban implacablemente el camino. Al cabo de un rato de marcha, los terrestres empezaron a sentir completamente paralizadas sus potencias físicas y mentales. Les parecía que ya no caminaba como seres humanos, sino con el paso automático y veloz de las cosas que los custodiaban. La inteligencia, la voluntad e incluso el terror quedaban anulados por el ritmo inhumano de aquellos pies abismales. Disminuidos por ello, y con la sensación de vivir una irrealidad espantosa, hablaban sólo de cuando en cuando, y con monosílabos que parecían haber perdido todo su significado. Los seres ciegos permanecieron completamente silenciosos... no se oía sonido alguno excepto el de miles de pasos que retumbaban sobre el suelo.
Siguieron caminando. Lentamente, tortuosamente, la ruta se curvaba hacia dentro como si fuese la escalera interior de una Babel ciega. Los terrestres notaban que habían andado en círculo muchas veces, en una terrorífica espiral. Pero el sentido de la distancia había desaparecido y la verdadera extensión del golfo abismal era inconcebible. Excepto por la luz de sus linternas, la noche era eterna y absoluta.
Después de lo que les pareció una eternidad, el empuje de la masa de seres que los conducían cesó. Bellman, Chivers y Maspic sintieron que disminuía la presión ejercida contra ellos por los cuerpos blancos. Notaron que se mantenían de píe por sus propios medios, aunque en sus cerebros continuaba latiendo la conciencia inhumana de haber efectuado un descenso terrible.
La razón y el horror, volvieron lentamente. Bellman levantó su linterna y sus rayos recorrieron circularmente la masa de marcianos muchos de los cuales se dispersaron en una caverna, que se abría al final del sendero. Sin embargo, otros seres permanecieron muy cerca de ellos, como si los estuviesen vigilando. Se movían prestamente ante cualquier movimiento de Bellman, como percibiéndolos mediante algún sentido desconocido.
Muy cerca, a la derecha, el suelo terminaba bruscamente. Dirigiéndose hacia el borde, Beliman vio que la caverna era una cámara abierta en la pared perpendicular. Lejos, muy lejos en la obscuridad, un río fosforescente se movía de un lado a otro. Un viento lento y fétido impregnó su olfato, y volvió a escuchar el sonido de mil cosas que chapoteaban en un líquido.
Retrocedió rápidamente. Sus compañeros estaban examinando el interior de la caverna. Parecía como si hubiese sido construida artificialmente; porque enviando una y otra vez las luces de sus linternas contra las paredes, descubrieron una enorme columnata adornada con bajorrelieves profundamente esculpidos. ¿Quién los había cincelado y cuándo? Eran problemas tan insolubles como el del origen de la senda sobre el precipicio. Los detalles esculpidos eran obscenos, demenciales y trastornaban la vista con un choque violento, sugiriendo la mano de un artífice extrahumano de malignidad inmensa. El lugar era agobiante, oprimía los sentidos y atenazaba el cerebro. Toda la pared parecía tapizada de obscuridad; la luz y la visión eran efímeros intrusos en aquel dominio de la ceguera. De cualquier modo que fuese, los terrestres tenían la convicción de que la huida era imposible. Les invadía un extraño letargo. Ni tan siquiera comentaron su situación. Estaban agotados y permanecían silenciosos.
Grupos de marcianos aparecieron provenientes del lejano resplandor, con el mismo aspecto de autómatas controlados que marcaba todas sus acciones, se dirigieron de nuevo hacia los tres hombres y los condujeron hacia el interior de la caverna.
Paso a paso, se vieron otra vez formando parte de una procesión horripilante. Las columnas obscenas se multiplicaban y la caverna profundizaba pareciendo no tener fin. Débilmente al principio, pero cada vez con más intensidad a medida que avanzaban, se iba apoderando de ellos una insidiosa sensación de modorra. Intentaron rebelarse contra ella, porque la modorra era hija de aquélla.
Entre los gruesos y altos pilares, el suelo ascendía hacia algo que parecía un altar situado sobre siete peldaños piramidales. En su parte superior había una imagen de metal pálido no más alta de un metro, pero de una monstruosidad que sobrepasaba toda imaginación.
El terror y la modorra extraña que invadía a los tres hombres creció aún más cuando vieron la imagen. Tras ellos los marcianos se movían agitadamente como fieles que se inquietan ante su ídolo. Bellman sintió una presión sobre su brazo. Al volverse vio que tenía tras él una aparición de aspecto inusitado y sorprendente. Aunque pálido y velludo como los habitantes de la caverna y con sus órbitas vacías, aquel ser era evidentemente un hombre.
Iba descalzo y sobre su cuerpo había únicamente unos harapos de color caqui que parecían haber sido destrozados por el uso. Su pelo y barba, blancos y recubiertos de moho, estaban indescriptiblemente sucios. Debía haber sido tan alto como Bellman pero había quedado encorvado y reducido a la misma talla que los marcianos cavernícolas. Su aspecto era el de un ser absolutamente demacrado. Temblaba y mostraba una apariencia de casi total idiotez y desesperación. El terror estaba grabado en sus facciones.
-¡Dios Santo! ¿Quién es usted? -gritó Bellman sorprendido.
Durante unos instantes, el ser balbució unas palabras ininteligibles, como si hubiese odiado los vocablos del lenguaje humano o no pudiese articularlos. Finalmente, graznó débilmente unas silabas entre pausas y jadeos entrecortados:
-Ustedes son terrestres... ¡Terrestres! Me han dicho que les habían capturado... como me capturaron a mí... entonces yo era un arqueólogo... mi nombre era Chalmers... John Chalmers. Hace muchos años... no sé cuántos. Vine al Chaur para estudiar las ruinas antiguas. Me capturaron... Estas criaturas de la caverna... Desde entonces he estado aquí... No hay huída posible. El Habitante se cuida de ella.
-¿Pero quiénes son estos seres? ¿Y qué quieren de nosotros? -preguntó Bellman.
Chalmers pareció hacer un esfuerzo para coordinar sus pensamientos. Su voz se hizo más clara y serena.
-Son un resto degenerado de los yorhis, la antigua raza marciana que floreció antes de los aihais. Todo el mundo los cree extinguidos. Las ruinas de algunas de sus ciudades todavía existen en el Chaur. Por lo que pude averiguar (ahora sé hablar su lenguaje), esta tribu se refugió en las cavernas huyendo de la deshidratación del Chaur. Siguieron las aguas del canal subterráneo del lago submarciano que existe en el extremo de este golfo.
"Son algo más que animales en la actualidad; y adoran un monstruo horrible que vive en el lago... El Habitante... La "cosa" que anda por encima del acantilado. El ídolo que ven sobre el altar es una imagen del monstruo. Ahora van a empezar una de sus ceremonias religiosas y quieren que ustedes participen en ella. Estoy aquí para instruirles... Será el principio de su iniciación en la vida de los yorhis.
Bellman y sus compañeros al oír la extraña declaración de Chalmers sintieron una mezcla de repulsión y temor de pesadilla. El rostro blanco, sin ojos, y barbudo de la criatura que estaba entre ellos parecía albergar casi la misma degradación que percibían en los habitantes de la caverna. Aquel ser apenas tenía apariencia humana. Sin duda, había llegado a aquel estado debido al terror y los horrores de su larga cautividad en las tinieblas, entre una raza desconocida.
-¿En qué consiste la ceremonia? -preguntó Bellman después de un intervalo de silencio.
-Vengan y se lo mostraré.
En la voz quebrada de Chalmers había un extraño acento. Empezó a caminar ante Bellman, ascendiendo los peldaños de la pirámide con una soltura y seguridad que demostraban una larga familiaridad con el lugar. Como si viviesen un sueño, Bellman, Chivers y Maspic le siguieron.
La imagen no se parecía a nada que hubiesen visto anteriormente en el Planeta Rojo... ni en sitio alguno. Estaba recubierta de un extraño metal que parecía más blando y ligero que el oro, y representaba un animal dotado de un gran caparazón que casi cubría su cabeza y sus patas. Era algo que recordaba en cierto modo una tortuga. La cabeza era venenosamente chata, triangular... y no tenía ojos. De las comisuras de la boca de trazo cruel sobresalían dos largas trompas en cuyos extremos había un apéndice parecido a una copa. La "cosa" estaba dotada de dos filas de cortas patas que surgían en intervalos uniformes por debajo del caparazón. En su parte trasera una doble cola se levantaba por encima del cuerpo. Los pies del monstruo eran redondos y parecían pequeños medios globos.
Inmunda y bestial como un ramalazo de locura, la figura del ídolo parecía reinar sobre el altar. Turbaba la mente con un horror lento e insidioso. Se apoderaba de los sentidos, sumiéndolos en un profundo estupor.
-¿Y esto realmente existe? -Bellman creyó oír su propia voz a través de una tupida cortina de nieblas, como si fuese otro quien hablase.
-Es el Habitante -murmuró Chalmers; se inclinó sobre la imagen y con dedos crispados que temblaban en el aire pareció acariciarla-. Los yorhis lo construyeron hace mucho tiempo -prosiguió-. No sé cómo fue hecho... y el metal con que lo moldearon no se parece a ningún otro... es un nuevo elemento... Hagan lo mismo que yo..., y ya no les importará mucho la obscuridad... No encontrarán a faltar sus ojos aquí, ni los necesitarán de ahora en adelante. Beberán el agua pútrida del lago, comerán sabandijas, peces ciegos y gusanos del golfo... y los encontrarán buenos... y el Habitante, vendrá y los hará suyos.
Mientras hablaba, empezó a acariciar la imagen, pasando sus manos por encima del caparazón y de la cabeza reptiliana. Su rostro ciego adquirió la languidez soñolienta de un fumador de opio. Su voz murió entre murmullos inarticulados. A su alrededor flotaba un aire de extraña y depravada infrahumanidad.
Bellman, Chivers y Maspic le observaban sorprendidos, mientras el altar bullía con los movimientos de los marcianos blancos. Algunos de ellos se dirigieron al lado opuesto ocupado por Chalmers alrededor del pedestal ovalado y empezaron también a acariciar el ídolo como si realizasen un fantástico ritual táctil. Acariciaban sus formas con dedos temblorosos, y sus movimientos parecían seguir un orden formalmente establecido que ninguno de ellos transgredía. Emitían sonidos sordos que parecían los de bestias dormidas. En sus caras brutales se dibujaba la expresión de un éxtasis narcótico.
Terminada aquella rara ceremonia, los adoradores se apartaron de la imagen. Pero Chalmers, con movimientos adormecidos y lentos, y su cabeza hundida entre sus flacos hombros, continuó acariciándola. Con una morbosa mezcla de asco, curiosidad y vehemencia, los otros terrestres acuciados por los marcianos situados tras ellos, se encontraron obligados a posar sus manos sobre el ídolo. El significado completo de la ceremonia era absolutamente misterioso y tenía algo de horroroso y repulsivo.
La cosa era fría al tacto, y viscosa como si hubiese sido recientemente bañada con baba. Pero parecía dotada de vida, al ser tocada por los dedos de los tres hombres.
De ella, en oleadas pesadas y penetrantes, surgía una emanación que podía describirse únicamente cómo nacida de una fuente eléctrica o magnética. Parecía que algún poderoso alcaloide afectara los nervios a través del contacto de su superficie. Posiblemente debido a los efectos de aquel metal desconocido.
Rápido, irresistiblemente, Bellman y los otros sintieron que una misteriosa vibración atravesaba todos sus miembros, cerrando sus ojos y acelerando torrencialmente la circulación de su sangre.
Con sus cerebros embotados, trataron de explicarse a sí mismos aquel fenómeno mediante términos científicos terrestres pero el embrutecimiento que sentían se apoderó cada vez más profundamente de ellos, sumiéndoles en una borrachera que borró sus elucubraciones.
Con los sentidos hundidos en una extraña obscuridad se dieron cuenta de que sus cuerpos eran presionados por los cuerpos de los habitantes de las cavernas, que les empujaban hacía lo alto del altar. Subieron como drogados los peldaños oblicuos del suelo de la cueva, hasta quedar al lado de Chalmers.
Este aún acariciaba con sus dedos retorcidos la imagen, mientras se volvía hacia los tres hombres rodeados de monstruos blancos. Vieron, como a través de espesas sombras, que aquel hombre parecía esperarles en lo alto de la pirámide con una prisa morbosa e incontenible.
Chivers y Maspic, cada vez más disminuidos en sus facultades, permanecieron inmóviles. Pero Bellman, más resistente, empezó a articular unas palabras que parecían surgidas de entre sueños. Sus sensaciones eran anormales, desconocidas y extrañas en grado inenarrable. Todo lo que le rodeaba era cierto y palpable y pertenecía a un poder del cual no podía tener una idea visual.
Entre los sueños, de un modo insensiblemente gradual, empezó a olvidar su última condición de ser humano. Sintió que se identificaba a sí mismo con el pueblo sin ojos. Ya se movía y parecía vivir como ellos, en cavernas profundas, en caminos de noche eterna.
No pudo darse cuenta de cómo pasó de la sensación de obscura pesadilla a una realidad no menos tenebrosa. Su conocimiento se había convertido en una continuación de los primeros sueños. Abrió sus ojos y vio la elipse de luz que su linterna caída proyectaba en el suelo. La luz iluminaba algo que en su sopor no pudo identificar. Esto le turbó y un profundo horror hizo volver a la vida sus facultades.
Gradualmente, se dio cuenta de que lo que veía era el cuerpo medio devorado de Chalmers. Aún quedaban harapos sobre sus miembros y aunque la cabeza había desaparecido, los huesos y las vísceras eran los de un ser terrestre.
Bellman se irguió aterrorizado, y con ojos que intentaban perforar las tinieblas, miró a su alrededor. Chivers y Maspic yacían a su lado sumidos en un profundo estupor. Toda la caverna y el altar estaban invadidos por devotos de la imagen.
Todos sus sentidos empezaron a despertarse del letargo y se dio cuenta de que oía un ruido que le era familiar. Un golpeteo entre las columnas inmensas por detrás de los cuerpos adormecidos.
Un olor de agua putrefacta invadió el aire y vio que sobre la piedra había grabadas las huellas dejadas por unos pies circulares, que parecían producidas por algo semejante a los bordes de unos medios globos. Las pisadas parecían seguir un orden, provenían del cuerpo semidevorado de Chalmers y se hundían en las sombras de la otra cueva situada sobre el abismo.
En la mente de Bellman nació un nuevo terror que golpeó sus sienes. Se inclinó sobre Maspic y Chivers, zarandeándolos fuertemente, hasta que abrieron los ojos y empezaron a protestar con sordos gruñidos.
-Levantaos, condenados. Si alguna vez podemos huir de aquí es ahora.
Sacando fuerzas de flaqueza, consiguió incorporar a sus compañeros. En su estupor no parecieron darse cuenta de los restos del infortunado Chalmers. Tambaleándose como beodos, siguieron a Bellman entre los marcianos que yacían adormecidos por los suelos, y se alejaron de la pirámide donde se alzaba el ídolo blanco.
Sobre Bellman parecía pesar una nube de aturdimiento, pero los efectos narcotizantes que le habían invadido parecían haber disminuido un tanto.
Sintió que se reavivaba su voluntad de huir de aquel infierno de obscuridades. Los otros, más profundamente afectados por el poder estupefaciente, siguieron a su guía torpemente.
Estaba seguro de que podría encontrar de nuevo la ruta que habían seguido para llegar hasta el altar. Y parecía que era exactamente la misma indicada por las huellas circulares y el aire fétido.
Caminando al lado de las repugnantes columnas que parecían prolongarse durante lo que pareció una enorme distancia, llegaron finalmente al sendero desde el que podían ver el golfo subterráneo.
Desde sus profundidades emanaban fosforescencias que provenían de anchos círculos que se creaban en las aguas putrefactas, como si fuesen producidas por la inmersión de algún cuerpo muy voluminoso. A los pies de los fugitivos, el agua había dejado marcadas en la roca del precipicio las señales de sus movimientos seculares.
Reemprendieron el camino. Bellman, temblando al recordar confusamente los horrores vividos durante su sopor y el terror de su despertar, encontró el inicio de la senda elevada que bordeaba el abismo, el camino que les devolvería hacia la luz perdida del Sol.
Tras él, Maspic y Chivers caminaban con sus linternas apagadas, para no malgastar sus baterías. Era imprescindible saber hasta cuándo podrían utilizarlas, y la luz era su principal necesidad. La linterna de Bellman serviría para los tres hasta que se agotase.
No se oía sonido ni rumor alguno que indicase la existencia de vida en la cueva en que yacían los marcianos alrededor de la imagen narcótica. Sin embargo, Bellman sentía un miedo que jamás había experimentado en anteriores aventuras, y que le hacía sentirse enfermo.
También el golfo estaba en silencio, y los círculos de fósforo habían dejado de extenderse sobre las aguas. Pero había algo en aquel silencio que embotaba los sentidos y retardaba los reflejos. Haciendo un gran esfuerzo, Bellman empezó a ascender por el sendero, arrastrando y empujando a sus compañeros hasta que emprendieron una marcha algo más regular, como animales aturdidos y dóciles.
Caminaron y caminaron a lo largo del monótono camino no imperceptible empinado en el que se perdía el sentido de la distancia. Más allá de la débil luz de la linterna de Bellman todo era una noche impenetrable que los envolvía como la profundidad de un mar subterráneo.
Las sensaciones de hambre, sed y fatiga habían desaparecido para dejar sitio al pánico que les empujaba.
Muy lentamente, el estupor y la modorra que dominaban a Maspic y Chivers, fueron desapareciendo y finalmente los tres aventureros adquirieron plena conciencia de su terror. Los jadeos y apremios de Bellman ya no fueron necesarios para acuciarles.
Después de aquel silencio, que pareció haber durado años, llegó hasta los fugitivos un sonido familiar: el ruido de algo que se movía sobre las rocas del fondo del precipicio, el ruido del chapoteo de una criatura que desplegaba sus patas en algún líquido. De un modo inexplicable y demencial, invadiendo sus mentes en ideas incongruentes, aquel sonido delirante convirtió su terror en frenesí.
-¡Dios mío! ¿Qué es esto? -balbució Bellman.
Le parecía recordar cosas abominables, horrendas, palpables, de la noche pasada, pero que no formaban parte de su plena conciencia humana. Sus sueños y la pesadilla de su despertar en la cueva de las columnas -el ídolo narcótico- el cuerpo semidevorado de Chalmers, las palabras que éste había dicho, las huellas circulares de humedad que se dirigían hacía el golfo... todo ello volvió a su memoria como fragmentos de una crisis de locura.
Su pregunta fue contestada únicamente por una continuación del ruido. Parecía aumentar gradualmente... y ascender por la pared inferior. Maspic y Chivers, encendieron las linternas y empezaron a correr frenéticamente, y Bellman, perdiendo sus últimos restos de serenidad, corrió tras ellos.
Fue una carrera dominada por un horror desconocido. Por encima del apresurado latir de sus corazones y del ruido de sus pisadas, los tres hombres seguían oyendo aquel sonido siniestro y espantoso.
Corrieron por lo que les parecía leguas de negrura. Y sin embargo, no dejaron de percibir el sonido cada vez más cerca de ellos, bajo el sendero, como si fuese producido por una cosa que se moviese sobre la pared del precipicio.
El ruido pareció aproximarse... al frente. Súbitamente cesó. Las luces de Maspic y Chivers, moviéndose a uno y otro lado, descubrieron la "cosa" agazapada que les esperaba sobre un repecho rocoso situado sobre el sendero.
Aventureros curtidos como eran, los tres hombres hubieran chillado histéricamente o se hubieran precipitado por el abismo voluntariamente, a no ser porque la visión de la "cosa", les produjo una especie de catalepsia. La "cosa" era semejante al ídolo pálido de la pirámide-altar, pero de proporciones colosales, y viviente ¡Había surgido del abismo y les estaba acechando!
Allí estaba la criatura que había servido de modelo para construir la imagen atroz; la criatura a la que Chalmers había llamado "el Habitante". Su caparazón prominente y enorme, que recordaba vagamente al de un gliptodonte, brillaba como metal húmedo.
La cabeza soñolienta, sin ojos, surgía de un cuello que se arqueaba obscenamente. Doce o más patas cortas con cascos semiglobulares, surgían de la coraza que protegía el cuerpo. Dos trompas, de un metro de longitud cada una, salían de las comisuras de una boca de hendidura cruel, y se balanceaban lentamente en el aire hacia los tres terrestres.
La "cosa", así lo parecía, era tan vieja como aquel mismo planeta moribundo: una forma desconocida de vida primaria que habitaba desde la noche de los tiempos en las aguas de los abismos cavernícolas. Ante ella, las facultades de los terrestres quedaron drogadas por un estupor espeluznante, como si aquella criatura estuviese compuesta en parte por el mismo mineral estupefaciente de su imagen.
Bellman, tan solo, conservaba una sombra de sus sentidos.
-¡Vamos! -gritó a los otros-. ¡Huyamos de aquí!
Aunque empujó a sus compañeros, éstos no se dieron cuenta de nada de lo que Bellman les proponía. Estaban fascinados por el Habitante.
Dándose cuenta de que sus esfuerzos eran inútiles, Bellman determinó actuar desesperadamente, gritando:
-¡Vamos! -se dirigió con decisión hacia el lugar donde la criatura impedía el paso de la senda que conducía a la salida.
Sin embargo, cuando cien pasos más allá se volvió, vio que los otros dos hombres permanecían inmóviles. Sus linternas se movían locamente por el terror, y aún no pudieron moverse ni gritar cuando la "cosa" se irguió súbitamente, mostrando su vientre escamoso y su doble cola que golpeó el sendero rocoso con ruidos metálicos. Sus múltiples pies se enderezaron también, mostrando sus cascos como copas humedecidas por un líquido melítico y viscoso. Sin duda, le servían como ventosas que le permitían andar por las superficies verticales.
Inconcebiblemente rápida y segura en todos sus movimientos, con cortas zancadas de sus patas traseras, alzada sobre sus colas, la "cosa" se dirigió hacia los dos hombres indefensos. Sus dos trompas se curvaron y sus extremos se posaron sobre los ojos de Chivers, cuya cara permaneció levantada e inmóvil. Allí quedaron, cubriendo enteramente sus órbitas durante un momento. Luego se oyó un aullido salvaje y agónico cuando las dos trompas se retiraron con un movimiento rápido y reptiliano.
Chivers cayó suavemente, moviendo la cabeza, preso de un dolor seminarcótico. Maspic, de pie a su lado, vio entre nieblas de sueño las órbitas de su compañero ensangrentadas y desprovistas ahora de ojos. Fue lo último que vio. Instantáneamente, la "cosa" se giró, y las terribles copas, chorreando sangre y humores, descendieron sobre los ojos de Maspic.
Bellman contempló aquella escena, fascinado por el horror. Aulló salvajemente y corrió como un loco hacia la superficie del planeta. Tan sólo se volvió una vez.
Con la cara cubierta de sangre, y la "cosa" sin ojos persiguiéndoles y acorralándoles, vio a sus compañeros iniciar su segundo descenso del sendero que conducía para siempre al Averno de la noche eterna.

FIN

Dweller in martian depths, © 1933 by Gernsback Publications inc.. Traducido por Joaquín Llinás en Las mejores historias de horror - Selección- 6, Libro Amigo 94, Editorial Bruguera S. A., 1969.


DE IMITACIÓN Chimamanda Ngozi Adichie



Nkem está mirando los ojos saltones y sesgados de la máscara de Benin que hay en la repisa de la chimenea del salón mientras se entera de que su marido tiene una amiga.
-No es tan joven. Tendrá unos veintiún años -está diciendo su amiga Ijemamaka por teléfono-. Lleva el pelo corto y rizado, ya sabes, con esos pequeños rizos apretados. No utiliza alisador. Más bien texturizador, creo. He oído decir que hoy día las jóvenes prefieren los texturizadores. No te lo diría, sha (conozco a los hombres y sus costumbres), si no fuera porque he oído decir que se ha instalado en tu casa. Esto es lo que pasa cuando te casas con un hombre rico. -Ijemamaka hace una pausa y Nkem la oye tomar aire, un sonido exagerado, deliberado-. Quiero decir que Obiora es un buen hombre, por supuesto, pero ¿llevarse a casa a su amiga? No hay respeto. Y ella conduce sus coches por todo Lados, yo misma la he visto al volante del Mazda por Awolowo Road.
-Gracias por decírmelo -dice Nkem.
Se imagina la boca de Ijemamaka, fruncida como una naranja que se sorbe, una boca hastiada de hablar.
-Tenía que decírtelo. ¿Para que están las amigas? ¿Qué otra cosa podía hacer? -insiste Ijemamaka, y Nkem se pregunta si es alegría ese tono agudo, esa inflexión en «hacer».
Los siguientes quince minutos Ijemamaka le habla de su viaje a Nigeria, cómo han subido los precios desde la última vez que estuvo, hasta el garri es caro ahora. Hay muchos más niños vendiendo en los atascos, y la erosión se ha comido trozos enteros de la carretera principal que conduce a su ciudad natal en Delta State. Nkem chasquea la lengua y suspira ruidosamente en los momentos adecuados. No le recuerda que ella también estuvo en Nigeria hace unos meses, por Navidad. No le dice que siente los dedos entumecidos, que preferiría que no hubiera llamado. Por último, antes de colgar, promete llevar a sus hijos a la casa de Ijemamaka de Nueva Jersey uno de estos fines de semana; una promesa que sabe que no cumplirá.
Entra en la cocina, se sirve un vaso de agua y lo deja en la mesa sin tocar. De nuevo en el salón, se queda mirando la máscara de Benín de color cobre, sus rasgos abstractos demasiado grandes. Sus vecinos la llaman «noble»; por ella la pareja que vive dos casas más abajo ha empezado a coleccionar arte africano, y ellos también se han conformado con buenas imitaciones, aunque disfrutan hablando de lo imposible que es conseguir originales.
Nkem imagina a los habitantes de Benín tallando las máscaras originales hace cuatrocientos años. Obiora le explicó que las utilizaban en las ceremonias reales, las colocaban a ambos lados de su rey para protegerlo y ahuyentar el mal. Solo podían ser guardianes de la máscara individuos escogidos a propósito, los mismos que se ocupaban de procurar las cabezas humanas frescas que se utilizaban en el entierro de su rey. Nkem se imagina a los orgullosos jóvenes, con sus miembros musculosos y bronceados brillantes de aceite de almendra de palma, y sus elegantes taparrabos anudados a la cintura. Se imagina, y lo hace por iniciativa propia porque Obiora nunca sugirió que fuera de ese modo, a los orgullosos jóvenes deseando no tener que decapitar a desconocidos para enterrar a su rey, deseando utilizar las máscaras para protegerse a sí mismos también, deseando tener algo que decir.
Estaba embarazada la primera vez que fue a Estados Unidos con Obiora. La casa que él alquiló, y que más tarde compraría, olía a fresco, tomo el té verde, y el pequeño camino de entrada estaba cubierto de grava. Vivimos en un barrio encantador de las afueras de Filadelfia, explicó por teléfono a sus amigas de Lagos. Les envió fotos de Obiora y de ella cerca de la Liberty Bell, en las que había garabateado detrás, orgullosa, «muy importante en la historia de Estados Unidos», junto con folletos satinados en los que se veía un Benjamín Franklin medio calvo.
Sus vecinas de Cherrywood Lañe, todas blancas, delgadas y rubias, acudieron a presentarse y le preguntaron si necesitaba ayuda para lo que fuera: conseguir un permiso de conducir, un teléfono, un encargado del mantenimiento. A ella no le importó que su acento o su condición de extranjera le hicieran parecer una inútil. Le gustaron ellas y sus vidas. Vidas que Obiora a menudo llamaba de «plástico». Aun así, ella sabía que él también quería que sus hijos fueran como los de sus vecinos, la clase de niños que desdeñaban la comida que se caía al suelo diciendo que se había «estropeado». En su otra vida recogías la comida, fuera lo que fuese, y te la comías.
Obiora se quedó los primeros meses, de modo que los vecinos no empezaron a preguntar por él hasta más tarde. ¿Dónde está tu marido? ¿Ha pasado algo? Nkem respondía que todo iba bien. El vivía entre Nigeria y Estados Unidos; tenían dos casas. Ella veía en sus ojos las dudas, sabía que pensaban en otras parejas con segundas residencias en lugares como Florida o Montreal, parejas que habitaban las dos casas al mismo tiempo.
Obiora se rió cuando ella le comentó lo intrigados que estaban los vecinos. Dijo que la gente oyibo era así. Si hacías algo de una manera diferente te tomaban por raro, como si su forma de actuar fuera la única posible. Aunque Nkem conocía a muchas parejas nigerianas que vivían juntas todo el año, no dijo nada.
Nkem desliza una mano por el metal redondeado de la nariz de la máscara de Benín. Una de las mejores imitaciones, había dicho Obiora cuando la había comprado, hacía unos años. Explicó que los británicos habían robado las máscaras originales a finales del siglo xix en lo que llamaron la Expedición de Castigo, y que nadie sabía utilizar palabras como «expedición» y «pacificación» para referirse a matanzas y robos como los británicos. Las máscaras (miles de ellas, dijo) fueron consideradas «botín de guerra» y hoy día podían verse en los museos de todo el mundo.
Nkem coge la máscara y aprieta la cara contra ella; la nota fría, pesada, sin vida. Aun así, cuando Obiora habla de ella y de todas las demás, logra que parezca que están calientes y que respiran. El año pasado, cuando trajo la escultura de terracota nok que está en la mesa del vestíbulo, le explicó que los antiguos nok habían utilizado las originales para adorar a sus antepasados, colocándolas en tronos y ofreciéndoles comida. Y los británicos también se habían llevado la mayoría en carretas, diciendo a la gente (recién cristianizada y estúpidamente cegada, dijo) que eran paganas. Nunca apreciamos lo que tenemos, siempre terminaba diciendo, antes de repetir la historia del estúpido jefe de Estado que había ido al Museo Nacional de Lagos y había obligado al director que le diera un busto de cuatrocientos años de antigüedad que luego regaló a la reina británica. A veces Nkem duda de los hechos que le explica Obiora, pero le escucha, por la pasión que pone al hablar y por el brillo de sus ojos, que parecen al borde del llanto.
Se pregunta qué traerá la semana que viene; ha empezado a esperar con ilusión esas obras de arte, imaginando las originales, las vidas que hay detrás de ellas. La semana que viene, cuando sus hijos vuelvan a llamar «papá» a un ser de carne y hueso, y no a una voz que suena por teléfono; cuando ella se despierte por la noche y lo oiga roncar a su lado; cuando vea otra toalla usada en el cuarto de baño.
Mira el reloj del decodificador por cable. Falta una hora para ir a recoger a los niños. A través de las cortinas que ha abierto cuidadosamente la criada, Amaechi, el sol derrama un rectángulo de luz amarilla sobre la mesa de centro de cristal. Está sentada en el borde del sofá de cuero y recorre con la mirada el salón, recordando al repartidor de Ethan Interiors que le cambió la pantalla de una lámpara el otro día. «Tiene una gran casa, señora», dijo con esa curiosa sonrisa norteamericana que significaba que creía que él también podría tener algún día algo así. Es una de las cosas que ha llegado a amar de Estados Unidos, la abundancia de esperanza irrazonable.
Al ir a Estados Unidos para dar a luz, se había emocionado, llena de orgullo por haberse emparentado con la codiciada liga de los Nigerianos Ricos que Mandan a sus Esposas a Estados Unidos para Tener a sus Hijos. Luego pusieron en venta la casa que alquilaban. A un buen precio, dijo Obiora antes de comentarle que iban a comprarla. A ella le gustó ese plural, como si ella tuviera realmente algo que decir. Y le gustó formar parte de esa otra liga, la de los Nigerianos Ricos Propietarios de Casas en Estados Unidos.
Nunca tomaron la decisión de que ella se quedara allí con los niños; Okay nació tres años después que Adanna. Sencillamente ocurrió. Al nacer Adanna, ella se quedó para hacer unos cursos de informática, porque a Obiora le pareció una buena idea. Luego Obiora apuntó a Adanna en una guardería, cuando Nkem se quedó embarazada de Okay. Luego encontró un buen colegio de enseñanza primaria y dijo que tenían suerte de que estuviera tan cerca. A solo quince minutos en coche. Ella nunca imaginó que sus hijos irían al colegio allí y se sentarían entre niños blancos cuyos padres tenían grandes mansiones en colinas solitarias; nunca imaginó esa vida, de modo que no dijo nada.
Los primeros dos años Obiora iba a verla casi todos los meses, y ella y los niños volvían por Navidad. Cuando él por fin consiguió firmar el importante contrato con el gobierno, decidió que solo iría a verlos en verano. Dos meses al año. Ya no podía viajar tan a menudo porque no quería arriesgarse a perder los contratos con el gobierno. Estos siguieron llegando. Apareció en la lista de los Cincuenta Empresarios Nigerianos más Influyentes y le envió a Nkem las páginas fotocopiadas del Newswatch, que ella guardó en una carpeta.
Nkem suspira mientras se pasa una mano por el pelo. Se lo nota demasiado grueso, demasiado viejo. Pensaba ir mañana a la peluquería y hacerse un moldeado con las puntas levantadas, como a Obiora le gusta. Y el viernes tiene hora para depilarse el vello púbico en una línea fina, como a él le gusta. Sale al pasillo y sube las amplias escaleras, luego las baja y entra en la cocina. Solía pasearse así por la casa de Lagos cada día de las tres semanas que pasaba con los niños en Navidad. Olía el armario de Obiora y pasaba una mano por sus frascos de colonia, apartando de su mente las sospechas. Una Nochebuena sonó el teléfono y cuando ella contestó, colgaron. Obiora se rió y comentó: «Algún bromista». Y Nkem se dijo que probablemente era un bromista o alguien que realmente se había equivocado de número.
Nkem sube las escaleras y entra en el cuarto de baño, y huele el fuerte Lysol con que Amaechi acaba de limpiar los azulejos. Se examina en el espejo; tiene el ojo derecho más pequeño que el izquierdo. «Ojos de sirena», los llama Obiora. Para él las sirenas, no los ángeles, son las criaturas más hermosas. Su cara siempre ha dado que hablar -su forma totalmente ovalada, la perfección de su piel oscura-, pero cuando Obiora la llamaba ojos de sirena le hacía sentir nuevamente hermosa, como si el cumplido le diera otro par de ojos.
Coge las tijeras que utiliza para cortar pulcramente los lazos de Adanna. Se estira los mechones y los corta casi a ras del cuero cabelludo, dejándolos del largo de una uña, lo justo para rizarlos con un texturizador. Observa cómo cae el pelo como algodón marrón hasta posarse sobre el lavabo blanco. Sigue cortando. Los mechones descienden flotando como alas chamuscadas de polillas. Continúa. Cae más pelo. A veces le entra en los ojos y le escuecen. Estornuda. Huele la crema suavizante Pink Oil que se ha aplicado por la mañana y piensa en la nigeriana que conoció en una boda de Delawere, Ifeyinwa o Iteoma, no recuerda su nombre, cuyo marido también vivía en Nigeria y que llevaba el pelo corto pero natural, no utilizaba alisador ni texturizador.
La mujer se había quejado, hablando de «nuestros hombres» con gran confianza, como si el marido de Nkem y el suyo tuvieran algo que ver. «A nuestros hombres les gusta tenernos aquí -había dicho-. Vienen por negocios y de vacaciones, y nos dejan con hijos, casas y coches, nos buscan criadas nigerianas para no tener que pagar los escandalosos sueldos de aquí, y dicen que los negocios van mejor en Nigeria y demás. Pero ¿sabes por qué no se mudarían aquí aunque fueran mejor los negocios? Porque Estados Unidos no los reconoce como peces gordos. En Estados Unidos nadie los llama “¡Señor! ¡Señor!”. Nadie corre a quitar el polvo de su silla antes de que se sienten.»
Nkem había preguntado a la mujer si tenía pensado regresar, y la mujer se volvió con los ojos muy abiertos, como si Nkem acabara de traicionarla. «Pero ¿cómo voy a vivir de nuevo en Nigeria? -dijo-. Cuando llevas demasiado tiempo aquí, dejas de ser la misma, ya no eres como la gente de allí. ¿Cómo van a integrarse mis hijos?» Y por mucho que le habían desagradado las cejas severamente depiladas de la mujer, Nkem había comprendido.
Deja las tijeras y llama a Amaechi para que recoja el pelo cortado.
-¡Señora! -grita la criada-, Chim o! ¿Por qué se ha cortado el pelo? ¿Qué ha pasado?
-¿Ha de pasar algo para que me corte el pelo? ¡Recógelo!
Nkem entra en su dormitorio. Se queda mirando la colcha de cachemira. Ni siquiera las hábiles manos de Amaechi consiguen ocultar el hecho de que un lado de la cama solo se utiliza dos meses al año. La correspondencia de Obiora está en un pulcro montón en su mesilla de noche: preautorizaciones de crédito, propaganda de LensCrafters. La gente que importa sabe que en realidad vive en Nigeria.
Nkem sale y se queda junto a la puerta del cuarto de baño mientras Amaechi barre, recogiendo con reverencia los mechones con una pala como si tuvieran poder. Nkem se arrepiente de haberle replicado. Con los años, la línea entre señora y criada se ha ido borrando. Es lo que Estados Unidos logra de ti, piensa. Te impone el igualitarismo. Como no tienes a nadie con quien hablar, aparte de tus hijos pequeños, recurres a la criada. Y antes de que te des cuenta es tu amiga. Tu igual.
-He tenido un día difícil -dice al cabo de un rato-. Lo siento.
-Lo sé, señora. Lo veo en su cara. -Amaechi sonríe.
Suena el teléfono y Nkem sabe que es Obiora. Solo él llama tan tarde.
-Cariño, kedu? Lo siento, pero no he podido telefonearte antes. Acabo de volver de Abuja, de la reunión con el ministro. Han retrasado mi vuelo hasta medianoche. Aquí son casi las dos de la madrugada. ¿Puedes creerlo?
Nkem hace un ruidito compasivo.
-Adanna y Okay, kuwanu? -pregunta él.
-Muy bien. Duermen.
-¿Estás bien? -pregunta él-. Te noto rara.
-Estoy bien.
Ella sabe que debería hablarle de lo que han hecho los niños, suele hacerlo cuando él llama demasiado tarde para hablar con ellos. Pero se nota la lengua hinchada, le pesa demasiado para pronunciar las palabras.
-¿Qué día hace allí? -pregunta él.
-Están subiendo las temperaturas.
-Será mejor que lo hagan antes de que yo llegue -dice él, y se ríe-. Hoy he reservado mi vuelo. Estoy impaciente por veros.
-¿Has...? -empieza a decir ella, pero él la interrumpe.
-Tengo que dejarte, cariño. Me están llamando. ¡Es el secretario del ministro, que me llama a estas horas! Te quiero.
-Te quiero -responde ella, aunque ya se ha cortado la comunicación.
Intenta visualizar a Obiora, pero ya no está segura de si se encuentra en casa, en su coche o en otra parte. Luego se pregunta si está solo o con la chica del pelo corto. Visualiza el dormitorio de Nigeria, el que Obiora y ella comparten, que cuando va por Navidad todavía le parece una habitación de hotel. ¿Se abraza a la almohada esa chica mientras duerme? ¿Sus gemidos hacen vibrar el espejo del tocador? ¿Entra de puntillas en el cuarto de baño como hacía ella de soltera cuando su novio casado la llevaba a su casa un fin de semana que su esposa estaba fuera?
Antes de conocer a Obiora salía con hombres casados. ¿Qué chica de Lagos no lo ha hecho? Ikenna, un empresario, había pagado las facturas del hospital de su padre después de la operación de hernia. Tunja, un general retirado, había arreglado el tejado de la casa de sus padres y les había comprado los primeros sofás de verdad que habían tenido nunca. Ella se habría planteado convertirse en su cuarta esposa (era musulmán y podría haberle propuesto matrimonio) a cambio de que financiara la educación de su hermana pequeña. Después de todo ella era la ada y, más que frustrarla, le avergonzaba no poder hacer nada de lo que se esperaba de la primogénita, que sus padres siguieran luchando en la granja agostada y que sus hermanas siguieran vendiendo pan en el aparcamiento. Pero Tunja nunca se lo propuso. Después de él hubo otros hombres que alabaron su piel de bebé y de vez en cuando le daban una cantidad, pero que no le propusieron matrimonio porque había ido a una escuela de secretariado en lugar de a la universidad. Porque a pesar de la perfección de sus facciones, seguía confundiendo los tiempos verbales en inglés; porque, en esencia, seguía siendo una chica de campo.
Conoció a Obiora un día lluvioso que él entró en la agencia de publicidad, y ella le sonrió desde la recepción y dijo: «Buenos días. ¿Puedo ayudarle en algo, señor?». Y él respondió: «Sí, haga que deje de llover, por favor». Ojos de sirena, la había llamado ese primer día. A diferencia de los demás hombres, no le pidió que fuera con él a una pensión, sino que la invitó a cenar a un restaurante Lagoon bien público y animado donde todo el mundo podría haberlos visto. Le preguntó por su familia. Pidió vino, que a ella le supo amargo, y dijo «Acabará gustándote», y ella se obligó a disfrutar inmediatamente de él. Nkem no se parecía en nada a las esposas de los amigos de él, la clase de mujeres que iban al extranjero y coincidían en Harrods haciendo compras, y ella esperaba conteniendo la respiración a que Obiora se diera cuenta y la dejara. Pero pasaron los meses y él se ocupó de que sus hermanas fueran al colegio, la presentó a sus amigos del club náutico y la sacó de su estudio de Ojota para instalarla en un piso con balcón de Ikeja. Cuando le preguntó si quería casarse con él, ella pensó en lo innecesaria que era la pregunta ya que le habría bastado con que se lo dijera.
Nkem siente ahora un feroz instinto posesivo al imaginarse a la chica en los brazos de Obiora. Cuelga, dice a Amaechi que volverá enseguida y va en coche hasta Walkgreens para comprarse un bote de texturizador. De nuevo en el coche, enciende los faros y se queda mirando la foto de las mujeres de pelo ensortijado del bote.
Nkem observa cómo Amechi corta patatas, cómo las finas pieles caen formando una translúcida espiral marrón.
-Ten cuidado. Estás apurando demasiado -dice.
-Mi madre me frotaba los dedos con las peladuras de ñame si me llevaba demasiado ñame con el cuchillo. Me escocía durante días -responde Amaechi con una risita.
Está cortando las patatas en cuartos. En su país habría utilizado ñames para el potaje de ji akwukwo, pero en las tiendas africanas de aquí casi nunca hay ñames; ñames africanos de verdad, y no las patatas fibrosas que venden como ñames en los supermercados norteamericanos. Ñames de imitación, piensa Nkem, y sonríe. Nunca ha dicho a Amaechi lo parecida que fue su niñez. Puede que su madre no le frotara los dedos con peladuras de ñame, pero entonces apenas había ñames. Comían platos improvisados. Recuerda que su madre recogía hojas de plantas que nadie más comía y hacía sopa con ellas, insistiendo en que eran comestibles. Para Nkem siempre sabían a orina, porque veía a los chicos del barrio orinar en los tallos de esas plantas.
-¿Quiere que ponga espinacas u onugbu seco, señora? -pregunta Amaechi, como siempre que Nkem se sienta con ella mientras cocina-, ¿Utilizo las cebollas rojas o las blancas? ¿El caldo de carne de vaca o de pollo?
-Lo que tú quieras -responde Nkem.
No le pasa por alto la mirada que le lanza Amaechi. Normalmente responde algo concreto. De pronto se pregunta por qué continúan la farsa, a quién quieren engañar; las dos saben que Amaechi sabe mucho más de cocina que ella.
Nkem la observa lavar las espinacas en el fregadero, el vigor de sus hombros, la solidez de sus amplias caderas. Recuerda la niña cohibida e ilusionada de dieciséis años que Obiora trajo a Estados Unidos y que durante meses miró fascinada el lavaplatos. Obiora había contratado a su padre como chófer y le había comprado una moto, y los padres le habían hecho avergonzar, arrodillándose en el suelo y aferrándole las piernas para darle las gracias.
Amaechi está escurriendo las hojas de espinaca cuando Nkem dice:
-Tu oga Obiora tiene una amiga que se ha instalado en la casa de Lagos.
Amaechi deja caer el colador en el fregadero.
-¿Señora?
-Me has oído bien -dice Nkem.
Amaechi y ella hablan del personaje de los Rugrats que mejor imitan los niños, de que el arroz Unele Ben es mejor que el basmati para hacer jollof, de que los niños norteamericanos se dirigen a los mayores como si fueran sus igualas.
Nunca han hablado de Obiora, salvo para decidir qué comerá o cómo lavarán sus camisas cuando está de visita.
-¿Cómo lo sabe, señora? -pregunta Amaechi por fin, volviéndose hacia ella.
-Me ha llamado mi amiga Ijemamaka para decírmelo. Acaba de regresar de Nigeria.
Amaechi mira a Nkem directamente a los ojos, como si la desafiara a retirar las palabras.
-Pero... ¿está segura?
-Estoy segura de que ella no mentiría sobre algo así -responde Nkem, apoyándose en la silla.
Se siente ridicula. Pensar que está anunciando que la amiga de su marido se ha instalado en su casa. Tal vez debería cuestionarlo; debería recordar lo envidiosa que es Ijemamaka y que siempre tiene alguna noticia demoledora que dar. Pero nada de todo eso importa porque sabe que es verdad: hay una desconocida en su casa. Y no le parece apropiado describir como su casa la casa de Lagos, en el barrio de Victoria Gar- den City, donde las mansiones se alzan detrás de las altas verjas. Su casa es esta, la casa marrón de las afueras de Filadelfia, con riego automático que en verano forma perfectos arcos de agua.
-Cuando oga Obiora venga la semana próxima, señora, hablará de ello con él -dice Amaechi con aire resignado, echando un chorro de aceite vegetal en la cazuela-. El pedirá a esa joven que se vaya. No está bien que se instale en su casa.
-¿Y después qué?
-Usted lo perdonará, señora. Los hombres son así.
Nkem observa a Amaechi, la firmeza con que sus pies, enfundados en zapatillas azules, pisan planos el suelo.
-¿Y si te dijera que tiene una amiga? No que se ha mudado con él, sino que solo tiene una amiga.
-No lo sé, señora. -Amaechi le rehuye la mirada. Echa la cebolla troceada al aceite chisporroteante y se aparta.
-Crees que tu oga Obiora siempre ha tenido amigas, ¿verdad?
Amaechi revuelve las cebollas. Nkem ve cómo le tiemblan las manos.
-Ese no es mi sitio, señora.
-No te lo habría dicho si no quisiera hablar de ello contigo, Amaechi.
-Pero, señora, usted también lo sabe.
-¿Lo sé? ¿Qué sé?
-Sabe que oga Obiora tiene amigas. No pregunta, pero en el fondo lo sabe.
Nkem nota en la oreja izquierda un hormigueo desagradable. ¿Qué significa realmente saberlo? ¿Es eso saberlo... negarse a pensar en otras mujeres en concreto? ¿Negarse a considerar siquiera la posibilidad?
            -Oga Obiora es un buen hombre, señora, y la quiere, no la utiliza para jugar al fútbol. -Amaechi aparta la cazuela del fuego y mira a Nkem con fijeza. Su voz se vuelve más suave, casi melosa-. Muchas mujeres la envidian, y tal vez su amiga Ijemamaka también lo hace. Tal vez no es una amiga de verdad. Hay ciertas cosas que no deberían decirse. Hay cosas que es mejor no saber.
Nkem se pasa una mano por su pelo corto y rizado, pringoso del texturizador y perfilador de rizos que se ha aplicado poco antes. Se levanta para lavarse la mano. Quiere darle la razón a Amaechi, hay cosas que es mejor no saber, pero ya no está tan segura. Tal vez no es mala cosa que Ijemamaka me lo haya dicho, piensa. Ya no importa por qué la ha llamado.
-Echa una mirada a las patatas -dice.
Más tarde esa noche, después de acostar a los niños, se dirige al teléfono de la cocina y marca el número de catorce dígitos. Casi nunca llama a Nigeria. Obiora es el que llama, porque su móvil Worldnet tiene una tarifa mejor para el extranjero.
-¿Diga? Buenas noches.
Es una voz masculina. Inculta. Igbo con acento rural.
-Soy la señora de Estados Unidos.
-¡Ah, señora! -La voz cambia, se anima-. Buenas noches, señora.
-¿Con quién hablo?
-Con Uchenna, señora. Soy el nuevo criado.
-¿Desde cuándo?
-Desde hace dos semanas, señora.
-¿Está allí oga Obiora?
-No, señora. No ha vuelto de Abuja.
-¿Hay alguien más?
-¿Cómo dice, señora?
-¿Hay alguien más en la casa?
-Sylvester y María, señora.
Nkem suspira. Sabe que el mayordomo y la cocinera están allí, es medianoche en Nigeria. Pero ¿ha titubeado ese nuevo criado que Obiora ha olvidado mencionar? ¿Está en la casa la chica de pelo rizado? ¿O ha acompañado a Obiora en su viaje de negocios a Abuja?
-¿Hay alguien más? -pregunta de nuevo.
Una pausa.
-¿Señora?
-¿Hay alguien más en la casa aparte de Sylvester y Maria?
-No, señora.
-¿Estás seguro?
Una pausa más larga.
-Sí, señora.
Nkem cuelga rápidamente. En esto me he convertido, piensa. Estoy espiando a mi marido con un criado que no conozco.
-¿Quiere una copita? -ofrece Amaechi, observándola, y Nkem se pregunta si es compasión el brillo líquido que ve en sus ojos.
Esa copita se ha convertido en una tradición entre ellas desde hace ya varios años, desde el día en que Nkem consiguió su tarjeta de residencia. Ese día, después de acostar a los niños, descorchó una botella de champán y sirvió una copa para Amaechi y otra para ella. «¡Por Estados Unidos!», exclamó entre carcajadas demasiado estrepitosas de Amaechi. Ya no tendría que pedir visados para volver a entrar en Listados Unidos ni tendría que soportar preguntas condescendientes en la Embajada estadounidense, (¡rafias a la tarjeta plastificada con foto en la que se le veía enfurruñada. Porque por fin pertenecía de verdad a ese país, un país de curiosidades y crudezas, un país donde podías moverte en coche por la noche sin miedo a que te atracaran a mano armada y donde los restaurantes servían a una persona comida para tres.
Pero echa de menos su casa, sus amigos, la cadencia del igbo y del yoruba, hasta el inglés chapurreado que se habla allí Y cuando la nieve cubre la boca de riego amarilla de la calzada, echa de menos el sol de Lagos que brilla incluso cuando llueve. Ha pensado a veces en volver, pero nunca en serio o de un modo concreto. Dos días a la semana va a pilates con su vecina; hace galletas para las clases de sus hijos, y las suyas siempre son las mejores; cuenta con acceder en coche a los bancos. Estados Unidos ha empezado a gustarle, ha echado sus raíces allí.
-Sí -responde-. Trae el vino que hay en la nevera y dos copas.
Nkem no se ha depilado el vello púbico; no hay una fina línea entre sus piernas cuando va a recoger a Obiora al aeropuerto. En el espejo retrovisor ve a Okey y a Adanna con los cinturones puestos. Hoy están callados, como si notaran la reserva de su madre, la sonrisa que no hay en su cara. Ella solía reír mucho al ir a recoger a Obiora al aeropuerto, lo abrazaba, veía a los niños abrazarlo. El primer día comían fuera, en el Chili’s o en algún otro restaurante donde Obiora veía cómo sus hijos coloreaban las cartas del menú. Obiora les daba sus regalos cuando llegaban a casa y los niños se quedaban levantados hasta tarde jugando con los nuevos juguetes. Y antes de irse a la cama, ella se ponía el nuevo perfume embriagador que él le había comprado y uno de los camisones de encaje que solo llevaba dos meses al año.
El siempre se maravillaba de lo que eran capaces de hacer los niños, lo que les gustaba y lo que no les gustaba, aunque ella ya se lo había contado todo por teléfono. Cuando Okey corría hacia él con una boo-boo, él la besaba, luego se reía de la extraña costumbre norteamericana de besar las heridas. ¿Curaba realmente la saliva?, preguntaba. Cuando algún amigo iba a verlos o telefoneaba, pedía a los niños que saludaran al tío, pero antes tomaba el pelo al amigo diciendo: «Espero que entiendas el gran-gran inglés que hablan; ahora son americanah».
En el aeropuerto, los niños abrazan a Obiora con el mismo abandono de siempre, gritando: «¡Papá!».
Nkem los observa. Pronto dejarán de sentirse atraídos por los juguetes y los viajes de verano, y empezarán a cuestionar a un padre al que ven muy pocas veces al año.
Después de besarla en los labios, Obiora retrocede para mirarla. El no ha cambiado: un hombre corriente, bajo, de tez clara, vestido con una americana de sport cara y una camisa morada.
-¿Cómo estás, cariño? -pregunta-. Te has cortado el pelo.
Nkem se encoge de hombros y sonríe de un modo que da a entender: Haz caso a los niños primero. Adanna está tirando a Obiora de la mano, preguntándole qué les ha traído y si puede abrir su maleta en el coche.
Después de comer, Nkem se sienta en la cama y examina la cabeza de bronce de Ife que Obiora le ha dicho que es en realidad de latón. Es de tamaño natural, con turbante. Es el primer original que ha traído.
-Tendremos que tener mucho cuidado con esta.
-Un original -dice ella sorprendida, recorriendo con una mano las incisiones paralelas de la cara.
-Algunas se remontan al siglo once. -Obiora se sienta a su lado y se quita los zapatos. Su voz suena aguda, emocionada-, Pero esta es del siglo dieciocho. Asombrosa. Vale lo que cuesta, ya lo creo.
-Para decorar el palacio del rey la mayoría están hechas para honrar o rememorar a los reyes. ¿No es perfecta?
-Sí. Estoy segura de que también hicieron atrocidades con ella.
-¿Qué?
-Como las que hacían con las máscaras de Benín. Me dijiste que mataban para llevar cabezas humanas al entierro del rey.
Obiora la mira fijamente.
Ella golpea la cabeza de bronce con una uña.
-¿Crees que esa gente era feliz? -pregunta.
-¿Qué gente?
-La gente que tenía que matar por su rey. Estoy segura de que les habría gustado cambiar las costumbres. No es posible que fueran felices.
Obiora ladea la cabeza mientras la observa.
-Bueno, puede que hace nueve siglos la definición de «feliz» no fuera la misma que ahora.
Ella deja la cabeza de bronce; quiere preguntarle qué significa para él «feliz».
-¿Por qué te has cortado el pelo? -pregunta Obiora.
-¿No te gusta?
-Me encantaba tu pelo largo.
-¿No te gusta el pelo corto?
-¿Por qué te lo has cortado? ¿Es lo último en Estados Unidos? -Se ríe mientras se quita la camisa para ir a la ducha.
Tiene la tripa diferente. Más redonda y madura. Se pregunta cómo pueden soportar las chicas de veinte años ese claro indicio de autoindulgencia de la mediana edad. Trata de recordar a los hombres casados con los que ella salió. ¿Tenían una tripa como la de Obiora? No se acuerda. De pronto no consigue recordar nada, no recuerda adonde ha ido a parar su vida.
-Pensé que te gustaría.
-Todo te sienta bien con tu bonita cara, cariño, pero me gustaba más el pelo largo. Deberías dejártelo crecer. El pelo largo es más elegante para la mujer de un pez gordo.
Hace una mueca al decirlo y se ríe.
Está desnudo; se estira y ella observa cómo sube y baja su barriga. Los primeros años ella se duchaba con él, se arrodillaba y lo tomaba en la boca, excitada por él y por el vaho que los envolvía. Pero las cosas han cambiado. Ella se ha ablandado como la tripa de él, se ha vuelto acomodaticia, conformista. Lo ve entrar en el cuarto de baño.
-¿Se puede apretujar todo un año de matrimonio en dos meses de verano y tres semanas en diciembre? -pregunta-. ¿Se puede comprimir el matrimonio?
Obiora tira de la cadena, abre la puerta.
-¿Qué?
            -Rapuba. Nada.
-Dúchate conmigo.
Ella enciende el televisor y finge que no lo ha oído. Se pregunta si la chica de pelo corto rizado se ducha con él. Por más que lo intenta, no logra visualizar la ducha de la casa de Lagos. Un montón de dorado, pero podría ser el cuarto de baño de un hotel.
-¿Cariño? Dúchate conmigo -insiste Obiora, asomándose por la puerta del cuarto de baño.
Hace un par de años que no se lo pide. Ella empieza a desnudarse.
En la ducha, mientras le enjabona la espalda, dice:
-Hemos de buscar un colegio para Adanna y Okey en Lagos.
No pensaba decírselo, pero parece lo mejor, es lo que siempre ha querido decir.
Obiora se vuelve hacia ella.
-¿Cómo dices?
-Nos mudaremos en cuanto se acabe el curso escolar. Volvemos a Lagos.
Habla despacio, para convencerlo a él pero también a sí misma.
Obiora continúa mirándola, y ella sabe que nunca la ha oído hablar así, nunca la ha visto adoptar una postura firme. Se pregunta vagamente si eso es lo que la atrajo de ella, que lo respetara, que le dejara hablar por los dos.
-Siempre podríamos pasar las vacaciones aquí, juntos -dice. Subraya el «juntos».
-¿Cómo...? ¿Por qué?-pregunta Obiora.
-Quiero saber cuándo hay un nuevo criado en mi casa. Y los niños te necesitan.
-Si eso es lo que quieres... -responde Obiora por fin-. Ya hablaremos.
Ella le da la vuelta con suavidad y sigue enjabonándole la espalda. No hay más que hablar y Nkem lo sabe; está decidido.

FIN